miércoles, 30 de diciembre de 2009

Crónicas de Dourmes (V)

Pasaba muchas horas en mi habitación, y es que allí poco tenía que hacer.


Conmigo habían algunos libros que conseguí traer: “El arte de la guerra”, “Un mundo feliz”, “Firmin” y una biografía no autorizada de mi actor favorito, Al Pacino. La selección de los mismos resultó muy sencilla.


El primero porque aunque lo leyera mil veces siempre tendría algo nuevo que aportarme, el segundo para recordarme lo repugnante que podía ser el ser humano, el tercero para consolarme sabiendo que siempre había alguien en una situación más incómoda que la mía, y el cuarto para recordar el mundo real. El mundo del que venía y al que probablemente nunca volvería.



También llevé conmigo un reproductor de música de bolsillo, en el cual solo me dio tiempo a insertar once pistas de Edvard Grieg. No era mucho, pero podía complementarlo con la radio.


Por último también traje mis gafas de sol. Hacía más de seis años que las tenía y todavía mantenía la esperanza de que algún día encogieran. Eran enormes, herencia de mi madre.


Eran días de soledad e ignorancia, quizá por esta razón releía a “Firmin”.


Firmín era un pequeño ratón que nació en una vieja librería, cuyo único alimento era el papel de los libros que allí habían, y cuyo sueño era el de conocer el mundo exterior, aquel del que hablaban los libros.


Así estaba yo, sola, encerrada y condenada a alimentarme de la humedad y la tristeza de aquel lugar.

Quizá me convenía salir, conocer aquello de lo que estaba rodeada, y sin lugar a dudas la ventana de mi habitación retrataba perfectamente aquel lugar, el bosque.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Crónicas de Dourmes (IV)


Pasaba los días sumida entre recuerdos pasados, el presente que importaba… Mi padre no me hablaba. Desde que llegamos sus únicas palabras fueron: “Este es el pueblo”, “esta es nuestra casa”, “esta es tu habitación”. ¿El pueblo?, ¿Nuestra casa?, ¿Mi habitación?. ¿Valía la pena preguntar? Todo se limitaba al silencio sepulcral y eterno de aquel lugar.


El pueblo era diminuto, la casa vieja y mi habitación oscura. Todas las casas eran de una planta y la mía no iba a ser menos. Compuesta por unas enormes piedras oscuras apiladas las unas sobre las otras se levantaba el que desde esta semana se había convertido en mi nuevo hogar. Su tejado estaba compuesto por tejas gastadas repletas de piedras, moho e incluso algún tipo de vegetación que no acertaba a distinguir.


Contaba con una única puerta, y aunque no distinguía si era de madera o metal si podía jurar que pesaba más que el todoterreno de mi padre. ¿Por qué una puerta tan pesada para una casa tan sencilla?



En su fachada principal también se dibujaba una enorme ventana, cuadrada y compuesta por dos docenas de vidrios repletos de suciedad, de los que apenas diez habían soportado el paso de los años sin resquebrajarse.


En la parte de atrás no había mucho más. Algunos mástiles clavados en el suelo y un montón de escombros hacían pensar que en otro tiempo hubo un pequeño corral destinado al ganado o similar.


Si el exterior era desolador, el interior tampoco me iba a defraudar.


Había un pequeño salón con una chimenea al fondo. Éste estaba decorado con algunos utensilios de caza y compartía espacio con los fogones de la casa. A la derecha había dos diminutas habitaciones con dos camas también diminutas. La de papá era la que se veía desde la calle. Mi habitación daba al corral, desde la cual se podía ver el gran bosque.


La oscuridad, el frío y la humedad habían sido sus únicos huéspedes, hasta ahora…



domingo, 13 de diciembre de 2009

Crónicas de Dourmes (III)

Cuando mamá se marchó nada ni nadie cambió, salvo papá.


Han pasado diez años desde entonces. Diez años en los que volqué todo mi tiempo y dedicación en la tarea que mamá me encomendó: escuchar.


En una ciudad es imposible aburrirse, o al menos complicado, hay mucho por escuchar. Las calles están abarrotadas de gente, y aunque nadie conoce a nadie, todos hablan en voz alta como si estuvieran en su propia casa.


Era en el metro donde escuchaba las conversaciones más reveladoras e interesantes. Además tenía mucho tiempo para escuchar, y es que el instituto no quedaba cerca de casa, y puesta a ser sincera he de reconocer que muchas veces me quedaba dormida.



Las palabras entremezcladas de la radio de fondo, junto al calor que desprendía la calefacción y el suave balanceo del vagón me causaba una sensación muy relajante, casi balsámica, hasta el punto de dejar atrás mi destino y darme cuenta pasados muchos minutos e incluso kilómetros.


Mis conversaciones favoritas se daban entre las señoras entradas en edad. Resultaba muy gracioso escuchar lo vagos, aburridos e inútiles que eran sus maridos, y la seriedad y convicción con la que lo relataban.


Me preguntaba por qué seguían casadas. Por qué no se marchaban como mamá, por que aguantaban en ese estado de letargo continuo y no comenzaban a vivir… ¿sabían que vidas solo hay una?


Yo nunca seré tan estúpida como para dar todo o parte de mi vida a una persona que no me aporta nada. A veces pienso que fueron estas señoras y sus conversaciones las que me ayudaron a comprender la decisión de mamá. Seguro que quería vivir su vida, su propia vida, y seguro que papá se lo impedía, y también yo. Seguro que nos dejó por ese motivo, y sinceramente no le guardo rencor.


También me entretenían las conversaciones de los señores. Siempre tan risueños ellos. Comenzaban hablando del tiempo del fin de semana. No sé que costumbre era, no la comprendía, pero prometo que era lo más parecido a un ritual: pronóstico del tiempo, situación del trabajo, últimos acontecimientos deportivos, y… la mujer.


La mujer salía mucho, la mujer hablaba demasiado, la mujer derrochaba en exceso, la mujer trabajaba lo justo, la mujer limitaba su tiempo de ocio… ¡pero eran tan risueños!


Resultaba muy curioso porque lo contaban entre risas. Relataban una vida de catástrofes, infortunios y aventuras descafeinadas pero parecían felices, cual fiel perrito que anhelante espera su mugriento y sucio hueso de las manos impolutas de su soberana propietaria. Los hombres me repugnaban.


Dicen que generalizar no está del todo bien, o al menos no es justo, pero se hace harto complicado pintar un edén cuando un día tu lienzo desaparece y tu paleta de colores se vuelve gris.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Crónicas de Dourmes (II)

El paso de los días le hacían sentir más sola, vieja e inútil que en cualquier lugar de este mundo. Sencillamente no había nada que hacer.


Había sido raptada, ¡eso era! ¡raptada!. No es normal que te levantes un sábado por la mañana y al tiempo que te diriges a la cocina a desayunar te encuentres tu maleta en la calle. Muchas preguntas, pocas respuestas, ¿pocas? ¡ninguna!. Nos vamos, punto.


Su padre era así, serio, discreto, testarudo y de pocas palabras. Un alma solitaria que hacía más de diez años que navegaba sin rumbo en este mar de encuentros, problemas y despedidas que es la vida. Un pirata solitario, sin barco, sin tripulación, sin carisma, sin isla, sin tesoro que conquistar…


Leica recordaba con nostalgia los días en que su padre la acompañaba a pasear en bici, a comer al parque, a leer en la biblioteca, a ensuciarse al descampado, a soñar al cine… Su padre fue una persona substancial en su infancia, el ser que le mostró el mundo exterior tal y como el lo conocía, con sus desgracias y bendiciones.


También recordaba el momento exacto en el que todo acabó: la marcha de su madre. Si su padre le mostró la corteza del fruto de la vida, su madre le enseñó a sacar su jugo. Le mostró lo divertido y a la vez complicado que puede resultar conocer a las personas de tu entorno. Jugaban a adivinar secretos sobre ellas. Secretos que nunca se contaban pero que poquito a poco conocían. ¡Nada de preguntas! Hablaban, jugaban y sobre todo escuchaban. Fueron muchas las veces en que le recordó la importancia de escuchar.


- Leica algún día serás mayor, como mamá. Saldrás fuera, lejos…

- ¿Cuánto de lejos?

- Muy lejos Leica.

- ¿Mamá pero tú vendrás?

- Mamá siempre estará contigo Leica, pero tendrás que escuchar.

- ¡Yo siempre escucho mamá!

- Tendrás que escuchar mucho Leica. Mucho…


Más de diez años hacía de aquello, más de diez años hacía que su madre les dejó a papá y a ella, se desvaneció, les olvidó, desapareció…


Como todos los domingos Leica se levantó temprano, buscó sus gafas azules en la mesita, se calzó sus zapatillas verde manzana y en silencio y en la oscuridad más absoluta se dispuso a invadir la cama de sus padres. Con mucho cuidado abrió la puerta de la habitación y asomó su minúscula cabecita pero no encontró lo que esperaba. Su padre estaba sentado en la cama, cabizbajo, de espaldas a la puerta y con un papel arrugado en las manos. Leica nunca había visto llorar a su padre, tampoco en ese instante, aunque estaba segura de que lo hacía en silencio.


Desde aquello papá cambió, su carácter alegre y franco se volvió gris, hasta el punto que parecía haber abandonado este mundo para vivir únicamente del recuerdo.