Pasaba muchas horas en mi habitación, y es que allí poco tenía que hacer.
Conmigo habían algunos libros que conseguí traer: “El arte de la guerra”, “Un mundo feliz”, “Firmin” y una biografía no autorizada de mi actor favorito, Al Pacino. La selección de los mismos resultó muy sencilla.
El primero porque aunque lo leyera mil veces siempre tendría algo nuevo que aportarme, el segundo para recordarme lo repugnante que podía ser el ser humano, el tercero para consolarme sabiendo que siempre había alguien en una situación más incómoda que la mía, y el cuarto para recordar el mundo real. El mundo del que venía y al que probablemente nunca volvería.
También llevé conmigo un reproductor de música de bolsillo, en el cual solo me dio tiempo a insertar once pistas de Edvard Grieg. No era mucho, pero podía complementarlo con la radio.
Por último también traje mis gafas de sol. Hacía más de seis años que las tenía y todavía mantenía la esperanza de que algún día encogieran. Eran enormes, herencia de mi madre.
Eran días de soledad e ignorancia, quizá por esta razón releía a “Firmin”.
Firmín era un pequeño ratón que nació en una vieja librería, cuyo único alimento era el papel de los libros que allí habían, y cuyo sueño era el de conocer el mundo exterior, aquel del que hablaban los libros.
Así estaba yo, sola, encerrada y condenada a alimentarme de la humedad y la tristeza de aquel lugar.
Quizá me convenía salir, conocer aquello de lo que estaba rodeada, y sin lugar a dudas la ventana de mi habitación retrataba perfectamente aquel lugar, el bosque.