¿Por qué todo debía ocurrirle a ella? ¿y por qué todo malo? No hacía más de dos días que se había mudado allí, un poblado perdido… olvidado… una idea estúpida, otra más, otra de su padre… siempre tenía ideas estúpidas pero esta superaba todas.
Vivía tranquila en su ciudad, se sentía cómoda con su gente, eran sus amigas, eran sus lugares, era su mundo. Vale que había decidido pasar de las clases, pero le gustaba su vida. Si esto era un castigo, si de verdad lo fuera…. esta vez se estaban pasando.
Aquello no era una vida, ni siquiera era una ciudad. Un maldito e inaccesible poblado de no más de quince habitantes, perdido entre una maraña de montes y riachuelos camino de ninguna parte. Quince horas de trayecto en coche para llegar a aquel lugar, de saberlo hubiera saltado por la ventanilla, en marcha si era necesario.
Todavía no había contado sus casuchas, quizá por vergüenza… ¿qué más daba? Estaba segura de que no habían más de nueve, puede que diez. De lo que sí estaba segura era de que todas podían incluirse en alguno de estos tres considerados grupos: las destartaladas, las olvidadas, y las muertas. Todas ellas aderezadas por unas callejuelas sucias y malolientes.
El murmullo continuo de sus gentes formaba parte de la acústica de aquel lugar, y no había más. ¿Por qué diantre no se escuchaba un sonido en aquel lugar? Ni una voz por encima de otra, ni un portazo, ni un jodido teléfono… La única llamada que escuchaba era la que incitaba al suicidio. No sabía como era la muerte, pero no podía ser peor que aquel infierno.
Un infierno gris, un poblado impregnado de olvido, un esbozo destinado a desaparecer en la más oscura y mísera de las cloacas… un lugar inhóspito y mugriento con la única compañía de una camada de ancianos degradados, que apuraban sus últimos años de vida alimentando bestias a las que nunca sacarían partido y hierbajos que nunca crecerían. Ratas…
Daba lo mismo lo que dijera el reloj, aquel frío no era de este mundo, tampoco su humedad. Suelos, techos, paredes… todo quedaba impregnado por una acuosa y asquerosa sustancia viscosa. Podías sentir tus huesos empapados durante el día y la noche.
Dos riachuelos bañaban el poblado, y los dos sabían a tierra y a heces de ganado. El primero de ellos marcaba el límite del poblado por el norte, donde daba comienzo un inmenso y tupido bosque de olmos y algunos robles. El segundo empapaba la entrada al poblado, la zona sur, donde quedaba el desvencijado cartel de madera que podrido por la humedad del lugar anunciaba el nombre de este infierno… “Dourmes”.